Por: Carlos Lucero, Mendoza, Argentina
Quizás el hecho de no ser cristiano hace que, estas manifestaciones decembrinas, como le pasa a mucha gente, se experimenten como una insufrible demostración de hipocresía, adornada y afirmada por la voracidad capitalista del entorno. Marcelo, un amigo que sabe muy bien escribir con las vísceras, acaba de publicar su estado de ánimo en una nota donde describe con detalles escalofriantes, el infierno que se conforma dentro de los ágapes findeañeros y la cohorte de seguidores que ayudan a mantener el hábito. Otro, cagatinta que se hace llamar “El Ángel Gris” y a quien no pude evitar colgar de mi muro en FB, también da cuenta de la situación atenazante que cobra cuerpo en esta marca del calendario, encumbrada y fortalecida por las instancia maritales. Es que, según parece, para ciertas personas, las famosas fechas no dejan de mantener una destacada dosis de gregarismo, incrementado por los mitos, las publicidades y la opción de los “regalitos” que se impone junto al correr del alcohol y la carcajada de plástico. Evidentemente el virus capitalista se aloja entre algún manojo de células ubicadas muy adentro del cuerpo y desde allí controlan los apetitos humanos más densos.
Hasta allí, todos de acuerdo. Pero hoy voy a agregar que en algún lugar de este mundo que acaba de superar la prueba de su final, caminan conjuntos humanos, numerosos aunque no mayoritarios, que están convencidos de que estas son fechas para meditar y demostrar buenos sentimientos. Que son días de veraz recogimiento y fiesta sentida, y por lo tanto merecen celebrarse con una buena dosis de decoro y unción. En barrios de gente humilde de Caracas lo he visto, y no he podido dejar de emocionarme al oír los cantos de los niños recorriendo las calles, con disfraces y expresión digna de un cuadro de Berruguete o Cimabue, imprimiéndole a lo cotidiano, una pincelada de ternura digna, estimulada por adultos que hacen lo posible por escapar airosamente de la decadencia. Acompañan mis palabras unas foticos de aficionado, oportunamente tomadas por los responsables del acto, a quienes conozco y quiero. Porque entremedio de tanta alharaca estruendosa, hicieron lo posible por rescatar lo poco que vale la pena que se mantenga en la memoria de los futuros adultos. Seguramente ellos, un día sentirán una brillante nostalgia de esa experiencia. Y evocarán las canciones cantadas en las angostas calles de Lídice junto al rostro de Doña Carmen Sánchez, con agradecimiento.
Y todo eso me reconcilia con el inevitable ajetreo de diciembre. Me hace pensar que en esas noches, puedo realizar yo también un brindis, pero desde un acto querido y unitivo. Voy a poder, aunque fuera como silenciosa ceremonia individual, llenar el vaso de deseos chispeantes. De aquellos que son realmente buenos. Y en el fondo vidriado, colocar el rostro alegre y expresivo de un hombre que vale la pena ser puesto en alto. Y en el mismo momento, buscar mis más íntimas honduras y con el más firme de los anhelos, exclamar con convicción rotunda:
Salud, salud para vos Comandante del pueblo, Salud. ¡ Salud !